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San Miguel Arcángel

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Doctor Martín

Cuando el Dr. Martín era joven alumno de la escuela de medicina, estaba profundamente convencido de la estupidez que suponía llenar el mundo de enfermos incurables y seres inválidos. Defendía ardientemente la eutanasia y acostumbraba a discutir esos temas con sus compañeros de clase.
-Pero si esa es precisamente nuestra misión -le contestaban- estamos aquí para cuidar del cojo, el lisiado y el ciego.
-La misión del médico -replicaba siempre Martín- es sanar a los enfermos, y si no existe remedio, lo mejor es que mueran.
Ya cursaba el último año de estudios cuando, cumpliendo sus deberes fuera del hospital, asistió en un barrio pobre de la ciudad al alumbramiento de una inmigrante alemana. Era el décimo chiquillo que la mujer traía al mundo y había nacido con una pierna bastante más corta que la otra. La fuerza de la costumbre hizo al médico soplar en la boca de la criaturita para iniciar la respiración, pero un momento después pensó: “¡Qué demonios! Está condenado a caminar toda la vida con su desdichada pierna. Los otros chicos le llamarán Pata-corta. ¿Para qué hacerle vivir? El mundo no lo necesita para nada”.
Sin embargo, su instinto de médico era muy fuerte y no le permitió abandonar aquel par de pulmoncitos cuyo funcionamiento había que iniciar. Volvió a la tarea. Por fin llegó el soplo de aliento que esperaba, se coloreó la cara del nene y un débil vagido salió de sus labios.
El médico recoge su estuche y se marcha. Mientras atraviesa la ciudad se va haciendo reproches. “¡No sé por qué lo he hecho!… ¡Ya hay demasiados chiquillos en esa miserable casa! ¿Por qué he salvado a esta criatura imposibilitada? El mundo estaría mejor sin la carga de los inválidos”.
Pasaron los años. El doctor se estableció en una pequeña población fabril donde se creó gran clientela. Su radicalismo juvenil, se había desvanecido y él mismo no era ya más que otro médico laborioso y siempre fatigado que trabajaba como un burro para que la gente siguiese viviendo, aun cuando fuese mejor que se muriera. El viejo Hipócrates había ganado la partida.
No se libró el doctor de su carga de penas. Su único hijo y su nuera murieron en un accidente de automóvil, dejando una niñita de cuya crianza tuvo que encargarse. Aquella nievecita era su adoración. El verano que cumplió los diez años, Ana despertó una mañana quejándose de rigidez del cuello y extraños dolores en brazos y piernas.
Al principio pensaron que era parálisis infantil, pero resultó ser una infección virulenta tan poco frecuente que sólo ha merecido breves referencias en los tratados médicos. En toda su larga práctica profesional, el propio Dr. Martín no había encontrado un solo caso de aquel mal. Consultó a especialistas neurólogos que movieron la cabeza con desaliento y dijeron que no se conocía remedio para la enfermedad, cuyos progresos eran lentos, pero acababa siempre en parálisis de mayor o menor grado.
-Sin embargo, hay un médico joven en el Oeste -dijo al doctor uno de los especialistas- que ha escrito recientemente un artículo sobre los éxitos obtenidos por él en algunos casos de esta enfermedad. Se llama T. J. Méndez. Si yo me encontrase en la situación de usted, iría a verlo.
El doctor voló con Ana a la pequeña clínica particular donde el Dr. Méndez había puesto en práctica el nuevo y revolucionario tratamiento terapéutico para los varios tipos de enfermedades que causan lesión. El Dr. Martín observó que su colega cojeaba pronunciadamente.
-Esta pierna corta me coloca entre el grupo de los lisiados -dijo el Dr. Méndez al observar la mirada de su visitante-. Los chicos me llaman Pata-corta. Yo se lo permito y a ellos les encanta. La verdad es que me gusta más que mi verdadero nombre, Tadeo, que siempre me ha parecido un poco ceremonioso. Como a muchos chiquillos, me pusieron el nombre del joven estudiante de medicina que me trajo al mundo.
El Dr. Tadeo Martín tragó saliva, recordando que en aquella ocasión se había dicho a sí mismo: “El mundo no lo necesita para nada”. ¡Cuán ciego era en aquel tiempo!
Alargó la mano al médico cuya ciencia haría posible que Ana volviese a caminar, y dijo:
-Es mejor ser lisiado que ciego.

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